El TEA y las dificultades en la competencia sociocomunicativa de las personas que lo manifiestan: un repaso histórico

ASD and the difficulties in the socio-communicative competence of people who present it: a historical review


Alexandre Marzal Carbonell
Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir. España
alex.marzal@ucv.es
https://orcid.org/0000-0001-8360-1060


Margarita Cañadas Pérez
Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir. España
margarita.canadas@ucv.es
https://orcid.org/0000-0002-5496-322X


Gabriel Martínez Rico
Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir. España
gabi.martinez@ucv.es
https://orcid.org/0000-0003-0140-5512



RESUMEN

El presente trabajo tiene como objetivo realizar un recorrido histórico por las aportaciones de los principales autores e instituciones que han contribuido a la definición del trastorno del espectro autista, tanto de manera general como respecto a las carencias en la competencia sociocomunicativa de las personas que lo presentan. Así, a través de una revisión bibliográfica exhaustiva, se ha podido observar cómo su descripción y la explicación de las habilidades sociales y comunicativas de las personas que lo manifiestan ha variado a lo largo del tiempo a través de los diferentes teóricos y corrientes que lo han tratado. Desde que el término autismo fue expuesto por primera vez por Bleuer en 1911 hasta llegar a la definición del DSM-V y la del CIE-11, la delimitación conceptual de este trastorno ha sufrido múltiples cambios, tal y como se verá en este documento.

Palabras clave: definición, habilidades comunicativas, habilidades sociales, historia, trastorno del espectro autista.

ABSTRACT

The present work aims to carry out a historical review through the contributions of the main authors and institutions that have collaborated to the definition of autism spectrum disorder, both in general and with respect to the deficiencies in the socio-communicative competence of people who present it. Thus, through an exhaustive bibliographic review, it has been possible to observe how its description and the explanation of the difficulties in the social and communicative skills of the people who manifest it have varied over time through the different theorists and currents who have addressed it. Since the term autism was expounded for the first time in 1911 by Bleuer until reaching the DSM-V’s and the ICD-11’s definition, this disorder’s conceptual delimitation has undergone several changes, as will be seen in this document.

Keywords: autism spectrum disorder, communicative skills, definition, history, social skills

Introducción

La descripción del trastorno del espectro autista ha variado a lo largo del tiempo a través de los diferentes teóricos y corrientes que lo han tratado desde que fue descrito por primera vez (Harris 2016; Nazeer et al. 2019). Su delimitación conceptual ha evolucionado enormemente desde que era considerado como una clasificación dentro del diagnóstico de esquizofrenia hasta que fue dotado años más tarde de una identidad diagnóstica propia (Cook y Willmerdinger 2015). Cada una de las diferentes perspectivas que lo han abordado han aportado su propia visión y experiencia a su definición y han remarcado las dificultades en las habilidades sociales y comunicativas de las personas que manifiestan esta condición (Rosen, Lord y Volkmar 2021).

Así, en el presente trabajo se realiza un repaso histórico donde se exponen las diferentes definiciones del trastorno que se han sucedido desde que fue descrito por primera vez por Bleuer en 1911 hasta llegar a las definiciones contenidas en el DSM-V y en la CIE-11, las aceptadas hoy en día por la comunidad científica (APA 2013; OMS 2018). Concretamente, este documento se centrará en detallar qué aportaciones realiza cada autor e institución respecto a la descripción y diferenciación del trastorno en general y específicamente respecto a la definición de las dificultades en las habilidades sociales y comunicativas de las personas que lo presentan. No obstante, no hay que olvidar que cada día surgen nuevas evidencias científicas, por lo que esto no es algo estático y cada día se descubren nuevos aspectos de él.

  1. Los Pioneros en la Definición del Trastorno y de las Dificultades en las Habilidades Sociocomunicativas de las Personas que lo Manifiestan

Ya entre los siglos XVIII y XIX se dieron algunas referencias a casos que bien pudieran considerarse TEA, aunque estos eran tratados sin identificar plenamente su casuística concreta (Donvan y Zucker 2016). Un buen ejemplo de ello fue Víctor, el niño salvaje de Aveyron, quién mostraba rasgos probablemente definitorios del trastorno, como una carencia de lenguaje hablado, acercamientos sociales anormales, un excesivo interés hacia determinados estímulos concretos o un estrés excesivo ante cambios en su vida o actividades diarias (Schaefer, 2022). Si en aquella época se hubiera conocido dicho trastorno, probablemente este caso hubiera sido diagnosticado como tal (Cook y Willmerdinger 2015).

 No obstante, Bleuer, en 1911, en su trabajo Dementia praecox oder Gruppe der Schizophrenien, fue uno de los primeros especialistas que utilizó el término autismo, el cual acuñó a partir del vocablo griego AUTOS, que significa ‘sí mismo’ y representa su abstracción del mundo (García-Franco, Alpizar-Lorenzo y Guzmán-Díaz 2019). Concretamente, utilizó dicha clasificación para referirse a personas diagnosticadas de esquizofrenia no receptivas a relaciones sociales pero que diagnosticó debajo de la nomenclatura de psicopatía esquizoide (Barbolla y García-Villamisar 1993; Garrabé 2012).

Y es que, no diferenció este trastorno del síndrome esquizofrénico, sino que lo concebía como una de las manifestaciones que podía aflorar en las personas que presentaban dicha condición (Fitzgerald 2019). Se trataba, pues, de una perspectiva que unificaba a ambos trastornos en un mismo concepto, justificando que los rasgos del trastorno del espectro autista correspondían a un colectivo muy específico de personas con esquizofrenia que presentaban una tendencia al aislamiento social. (Feinstein 2016).

Así mismo, Grunya Sukhareva, médica psiquiatra rusa, realizó en su artículo de 1926 Die schizoiden Psychopatien im Kindesalter una descripción de 6 casos de niños con unas características paralelas a lo que hoy se describe como trastorno del espectro autista (Al Ghazi 2018; Manouilenko y Bejerot 2015). Concretamente, realizó ya una aproximación conceptual muy similar a la que se desarrolla hoy en el DSM-V, ya que expuso que las personas que lo manifiestan presentan déficits como la falta de expresión facial y movimientos expresivos, habla estereotipada, intereses restringidos, a lo que añadió que cuyo origen pudiera tener un carácter hereditario (Sher y Gibson 2021).

 Esta autora nombró entonces a este trastorno como psicopatía esquizoide y destacó el comportamiento asocial de estas personas, es decir, su tendencia al aislamiento social y expuso que también manifestaban aspectos como inexpresividad gestual, incapacidad de adaptación del comportamiento a los requerimientos sociales, así como dificultades en la gestión de las emociones (Sukhareva 1926).  Sin embargo, en su trabajo de 1959 titulado Lectures in clinical childhood psychiatry reemplazó el término psicopatía esquizoide por el de psicopatía autista (psicológicamente evasiva) para destacar el dilema que suponía incluir a estas personas dentro del diagnóstico de esquizofrenia en edades tempranas. ya que presentaban rasgos como el aislamiento social, algo impropio de la esquizofrenia (Sukhareva 1959; Simmonds 2019). Por esto, ella debería considerarse como la primera autora femenina que definió específicamente este trastorno, puesto que ya le dio una definición diferenciada de otros trastornos (Belinchón 2021).

En esta línea, la evidencia de otros investigadores contemporáneos, como Frankl, sugirió también que esta agrupación de pacientes presentaba, entre otros aspectos, carencias en el contacto afectivo, es decir, en el lenguaje comunicativo con otras personas (Muratori, Calderoni y Bizzarri 2020). Frankl, en 1933, en su trabajo Befehlen und Gehorchen ya mostró que el lenguaje verbal humano va necesariamente ligado expresiones y gestos que muestran emociones, siendo esto algo de lo que carecería este grupo poblacional (Feinstein 2016). Él defendía que las acciones educativas y todas las interacciones que se dan en el niño con TEA debían integrarse dentro de este lenguaje afectivo, ya que consideraba que esta era la base para que todo su desarrollo se diera de la manera más óptima (Muratori y Bizarri 2019a). Y es que, este autor se adelantó a la visión moderna del trastorno, ya que observó que las personas con TEA manifestaban una tendencia al aislamiento en el contacto con otras personas a nivel gestual, emocional y lingüístico (Muratori y Bizarri 2019b).

Sin embargo, es destacable el hecho de que este médico psiquiatra vienés escapó en 1938 a Baltimore huyendo de manos de los nazis, donde coincidió con Leo Kanner en el hospital John Hopkins y donde empezaron a trabajar juntos en relación al trastorno expuesto (Muratori y Bizarri 2019b; Robison 2016). El trabajo de Frankl fue determinante para que Kanner se centrara en las características sociales y afectivas de las personas con esta condición, lo que les permitió centrar una línea de investigación en este campo (Feinstein 2016). Aquí, cabe destacar que, mientras que Frankl se especializó en la relación entre lenguaje verbal y no verbal de este colectivo, Kanner lo hizo en la influencia que tenían sus intereses y necesidad de monotonía en sus relaciones socioafectivas. (Vicedo y Ilerbaig 2020).

Por tanto, a partir de esta línea de investigación, Kanner publicó en 1943 su trabajo Autistic Disturbances of Affective Contact, donde definió las características del nuevo trastorno, que nombró como Perturbación Autista del contacto afectivo a partir de su contacto en el hospital citado con 11 niños que presentaban unos rasgos comunes que no correspondían a las características de la esquizofrenia en la niñez. (Donvan y Zucker 2016; Kanner 1943). Especificó que era una condición en la que se presentaba una necesidad de monotonía, dificultades en la comunicación verbal y no verbal, en el uso pragmático de la lengua, así como una tendencia al aislamiento social, lo que definió como soledad mental autista (Harris 2018; Gutiérrez-González 2021; Ruiz 2015). Y a todo esto añadió que esta tendría origen genético y sus manifestaciones aparecen desde el nacimiento o el momento en el que la demanda social es superior a la propia capacidad (Mason, Grahame y Rodgers 2019).

De la misma manera, es importante destacar que la descripción que hizo Kanner de las dificultades en las habilidades sociales de este colectivo dio lugar a la diferenciación del autismo de una manera clara de la esquizofrenia en la niñez, aunque todavía mantenía dudas respecto a si ambos trastornos tenían una relación entre sí (Druel 2019). No obstante, en 1944 cambió su nomenclatura por la de Autismo Infantil Temprano, lo que puso de manifiesto que tampoco era partidario de considerar a esta condición como un trastorno, sino como una condición propia al individuo (Kanner 1944).

Y es que, el trabajo que surgió en el hospital John Hopkins fue un gran avance para el desarrollo de la definición y la diferenciación del trastorno del espectro autista (Feinstein, 2016). Sin embargo, hubo otros estudiosos que también hicieron su propia aportación a su evolución y delimitación conceptual como Hans Asperger, un psiquiatra proveniente de Viena que también hizo su propia delimitación conceptual (Falk 2019). Este autor, en 1938, ya habló públicamente del término Psicopatía Autista para referirse al trastorno en su conferencia titulada Das Psychisch Abnorme Kind, ya que consideraba que ciertos casos considerados como esquizofrenia con dificultades comunicativas y tendencia al aislamiento social no estaban diagnosticados apropiadamente (Asperger 1938; Feinstein 2016).

Pero a pesar de estas afirmaciones, es en 1944 con su artículo titulado Die ‘Autistische Psychopathen in Kindesalter cuando diferenció a este trastorno de la esquizofrenia, donde determinó que las dificultades en las habilidades sociales y comunicativas que manifestaban las personas con autismo eran el principal rasgo diferenciador para su diagnóstico (Asperger 1944; Barahona-Correa y Filipe 2016). Se trata, pues, de otro hito histórico que marcó la diferenciación de este trastorno como independiente de los trastornos esquizofrénicos (Klauber 2018).

Y por otro lado, también destacó que cada individuo es único y que, por tanto, la intervención educativa que se le debe dar debe ser adaptada a sus necesidades. (Al Ghazi, 2018). Entre otros aspectos, destacó la importancia de una adecuada intervención educativa en este grupo poblacional, pues consideraba que esta podía hacer aflorar en estas personas habilidades que hasta ese momento no habían salido a la luz (Asperger, 1938). Por lo tanto, de estos argumentos se puede extraer que aquí se consideraba que la educación era la herramienta que podía ayudar a estos niños a desarrollar al máximo sus habilidades sociales y comunicativas y, por tanto, mejorar su inclusión social.

Destacó que estas personas se caracterizan, entre otros aspectos, por una falta de empatía por los demás, dificultades en la integración de la comunicación verbal y no verbal, dificultades en la reciprocidad socioemocional, torpeza motórica, así como deficiencias en la adaptación del lenguaje a diferentes situaciones comunicativas, aunque apreció que en numerosas ocasiones presentaban un excepcional talento en ciertos campos (Dell’Osso et al. 2016; Vicedo y Ilerbaig 2020). Según Asperger (1944), estas personas mantienen una comunicación verbal que es evolutivamente adecuada en su inicio, pero en la que van apareciendo carencias según van aumentando los requerimientos sociales, como pueden ser estereotipias lingüísticas o sintaxis oracional atípica. En consecuencia, todos estos aspectos que se han citado pueden desembocar en un aislamiento social de las personas que pertenecen a este grupo poblacional (Asperge 1943).

También es importante resaltar que este autor, en sus primeros trabajos publicados, nombró a este trabajo como Psicopatía Autista (Kanner, 1943; 1944). Pero a finales de los 60 abandonó el término de psicopatía, dado que consideraba que el trastorno que él había descrito no se relacionaba con ningún tipo de desorden cognitivo, sino que se trataba de un trastorno de la personalidad que se caracterizaba a nivel general por dificultades en la socialización que se representan por una tendencia al aislamiento social o algún tipo de dificultades en las relaciones interpersonales (Hippler y Klicpera 2004). En definitiva, lo que Asperger pretendió con este cambio de nomenclatura fue dejar claro que el trastorno del espectro autista no tenía nada que ver con otros trastornos como la esquizofrenia (Fitzgerald 2014).

Por último, es conveniente destacar que estos primeros investigadores que definieron el autismo y las dificultades en las habilidades comunicativas y de interacción social que presenta este colectivo son los que han ido conformando los cimientos de las delimitaciones conceptuales posteriores del trastorno. Todas estas posteriores definiciones serán lo que se va a tratar en los siguientes epígrafes hasta llegar a la concepción actual del trastorno y de las dificultades en la competencia sociocomunicativa de las personas que lo manifiestan.

  1. Desde los años 60 hasta los años 80.

De manera posterior a las diferentes definiciones del TEA que se han expuesto en el epígrafe anterior, a partir de la década de los 70 hubo importantes avances científicos en el área del diagnóstico psiquiátrico en general y en este trastorno en particular que contribuyeron a la inclusión de este trastorno como una categoría diagnóstica plenamente definida (Rosen, Lord y Volkmar 2021). Y es que, a pesar de que aún en 1968, en el DSM-II, se incluyeron los criterios diagnósticos referentes al autismo dentro de la esquizofrenia infantil, múltiples investigadores de este momento histórico se mostraban partidarios de considerarlo como un trastorno independiente a la esquizofrenia (APA 1968; Yuen, Szatmari y Vorstman 2019). Sin embargo, aún se especulaba con que compartían unos mismos criterios diagnósticos y que el autismo se debía considerar como un subtipo de esquizofrenia, pese a que los avances científicos fueron demostrando cada vez con mayor certeza la diferenciación entre ambos (Jutla, Foss-feig y Veenstra-Vander-Weele 2022).

Entre estos investigadores destaca Kolvin, quién, en 1971, en su trabajo titulado Studies in the childhood psychoses, clarificó que la esquizofrenia debía ser diferenciada del autismo y que, en consecuencia, era necesaria una diferenciación específica de criterios diagnósticos entre ambos, ya que hasta ese momento se habían tratado institucionalmente como dos trastornos íntimamente relacionados entre sí (Harris 2018). En este estudio declaró que la diferencia principal entre ambos trastornos era el momento en el que aparecen sus primeros indicios que, en el caso del autismo, expuso que debía darse antes de los 3 años, y en la esquizofrenia, entre los 5-15 años, destacando que este colectivo en estas edades ya tenía unas características muy parecidas a las de la esquizofrenia en la adultez (Kolvin 1971).

No obstante, en su artículo Infantile autism or infantile psychoses especificó que los criterios diagnósticos que seguía eran muy parecidos a los que especificó Kanner en 1943, entre los que destacaban, dentro del área de las habilidades sociales y comunicativas, dificultades en la fluidez oral y en la organización sintáctica del lenguaje, la evitación del juego social, así como del contacto emocional con personas, incluyendo el contacto ojo-ojo o la incapacidad de llevar a cabo relaciones sociales satisfactorias (Kolvin 1972). Por tanto, de esto se puede extraer que, pese a que la descripción que da del autismo es muy parecida a la que expuso Kanner, su mayor aportación fue dejar claro que este trastorno no compartía ningún tipo de relación con la esquizofrenia (Kyriakopoulos 2020).

Así mismo, en esta época hubo otros autores que también aportaron su grano de arena a la consideración del TEA como trastorno independiente, así como al establecimiento de sus criterios diagnósticos y definitorios. Un importante ejemplo fue Rutter, quién consideró que algunas de las ideas que se habían determinado hasta ese momento sobre el autismo no eran las más idóneas. (Gyawali y Patra, 2022). Por este motivo, en el artículo titulado Causes of infantile autism: Some considerations from recent research puso énfasis en las dificultades cognitivas asociadas al trastorno, aspecto que concluyó que padecían un porcentaje importante de las personas con esta condición y era algo intrínseco a ella, a lo que añadió que podría haber algún factor biológico asociado derivado de un daño neurológico (Rutter y Bartak 1971).

A todo esto cabe añadir que, en su artículo titulado Diagnosis and Definition of Childhood Autism, expuso la evidencia de que el TEA es independiente de otros trastornos como la esquizofrenia y la neurosis, por lo que estableció unos criterios característicos para su diagnóstico (Rutter 1978). En este texto destacó que este colectivo presentaba, entre otras características, dificultades en el acercamiento social, en el mantenimiento de relaciones sociales satisfactorias, así como en la ejecución e integración de la comunicación verbal y de la no verbal, carencias que, según concluyó, no corresponderían con el nivel intelectual real de la persona (Feinstein 2016; Rutter 1978).

De todos estos argumentos, se puede extraer que este autor ya realizó una definición del autismo muy parecida a la desarrollada posteriormente en el DSM-III, en cuya redacción influyó de una manera directa (Rosen, Lord y Volkmar 2021). En esta obra se expuso la primera definición del trastorno realizada por la APA, diferenciándose por primera vez del síndrome esquizofrénico y donde se describían las dificultades en la comunicación e interacción social que presenta este grupo poblacional (APA 1980).

 Esta definición supuso un antes y un después en la consideración del trastorno, ya que constituyó la primera delimitación conceptual que realizó esta reconocida institución donde se diferenciaba de los trastornos esquizofrénicos, a pesar de los múltiples autores que, como Kanner o Kolvin, ya habían defendido anteriormente esta diferenciación (O’Reilly, Lester y Kiyimba 2020). Y es que, versiones anteriores de este manual como el DSM-II habían incluido al autismo dentro de la definición de esquizofrenia, considerando a las personas con dicha condición como un grupo específico de personas que se podrían clasificar dentro del término diagnóstico de esquizofrenia infantil (APA 1968).

De manera paralela, en este periodo temporal surgió la figura de Wing, médica psiquiatra británica que empleó el término de síndrome de asperger para referirse a una agrupación de personas con autismo que manifestaban como rasgos característicos carencias en las habilidades sociales y comunicativas, un abanico de intereses limitados, pero que a su vez presentaba una buena capacidad comunicativa verbal (Gutiérrez-González 2021). Esta diferenciación se dio porque tanto esta autora como otros contemporáneos a ella consideraban que estas casuísticas presentaban unas dificultades más leves que los casos considerados como autismo, clasificación que se mantuvo hasta el 2013 con la publicación del DSM-V (Viota 2017; APA 2013)

De esta manera, todas estas aportaciones han ido contribuyendo progresivamente a la definición del autismo como trastorno plenamente diferenciado, destacándose en todas ellas las carencias en las habilidades comunicativas y de interacción social de las personas que manifiestan esta condición. Todas estas aportaciones han ido conformando de manera progresiva su categorización hasta llegar al punto en el que se encuentra actualmente, el cual continua evolucionando día a día, tal y como se detalla en el epígrafe que se expone a continuación.

  1. De la definición del autismo del DSM-III hasta la actualidad.

Como ya se ha expuesto, el DSM-III incluyó por primera vez la definición del autismo de manera independiente en este manual, donde se destacó, entre otros aspectos, la falta de capacidad de respuesta social y las carencias en la comunicación de las personas que lo presentan (APA 1980; Rosen, Lord y Volkmar 2021). Como ya se ha expuesto, este hito supuso que este trastorno empezara a adquirir un carácter definitorio a nivel institucional y que las personas con esta condición dejaran de ser consideradas como personas con esquizofrenia, pese a que investigadores anteriores ya habían insistido encarecidamente en este hecho a partir de evidencias extraídas de su propio trabajo con personas con esta condición (O’Reilly, Lester y Kiyimba 2020; Volkmar y Bien 2020).

En esta obra se clasificó dentro de los Trastornos Generalizados del Desarrollo, catalogándose como Autismo Infantil, puesto que se consideró que esta casuística aparecía antes de los 30 meses de edad (APA 1980). No obstante, se acuñó el concepto Autismo Infantil Residual para designar los casos ante los que en la adultez no se mantenían todos sus signos característicos, pero sí aparecían algunos criterios diagnósticos como la falta de interés ante las interacciones sociales (APA 1980).

De manera posterior, en 1987, en el DSM-III-TR se sustituyó el término Autismo Infantil por el de Trastorno Autista, lo que ya puso de manifiesto que era una condición que acompaña al individuo a lo largo de su vida y no únicamente en la infancia (Pinto 2020). Aquí, se destacó como novedad la aparición nuevos bloques de criterios diagnósticos respecto a la anterior versión de la obra, entre los que se pueden destacar como relativos a las dificultades en la competencia sociocomunicativa las deficiencias en las interacciones sociales y en la actividad comunicativa tanto verbal como no verbal (APA 1987).

Por otro lado, en la 10ª edición de la Clasificación Internacional Estadística de Enfermedades y Problemas Relacionados con la Salud (CIE-10), se clasificó al autismo dentro de la misma agrupación que el DSM-III, los Trastornos Generalizados del Desarrollo, manteniéndose el término de Autismo Infantil, aunque se añadió el término de Autismo Atípico para aquellos casos en los que los primeros síntomas aparecían a partir de los 3 años de edad (Freitag 2020; OMS 1990). Aquí, se dividieron las dificultades en el área sociocomunicativa de este colectivo en dos bloques diferenciados: alteraciones en la interacción social recíproca y alteraciones en la comunicación, dentro de las cuales aparecían, respectivamente, dificultades en el inicio, mantenimiento y comprensión de relaciones sociales, emociones e intereses, así como dificultades en el desarrollo de una comunicación eficaz (OMS 1990).

En cambio, volviendo a las aportaciones de APA, pese a que en versiones posteriores del manual como el DSM-IV y el DSM-IV-TR se introdujeron nuevas matizaciones en la definición del trastorno, se respetó el término ya utilizado de Trastorno Autista y se siguieron manteniendo los mismos bloques de criterios diagnósticos que en el DSM-III-TR, incluyendo los referidos a las dificultades en las habilidades sociocomunicativas de las personas que lo manifiestan. (APA 1995; 2002). Sin embargo, se introdujeron algunas pequeñas variaciones en la forma que se presentó su explicación a través de términos concretos, no apareciendo ninguna diferencia sustancial en cuanto a la significación de los contenidos expuestos (Ferrara et al. 2021).  

La novedad vino de la mano de la definición del DSM-V, donde se acuñó el término Trastorno del Espectro Autista (TEA), clasificándolo dentro de los Trastornos del Neurodesarrollo (APA 2013; Paris 2016). En esta nueva definición se introdujo el concepto de espectro por la gran variabilidad de casuísticas que se daban dentro de él, pese a que los diferentes casos compartían unos mismos criterios diagnósticos en un mayor o menor grado (Grzadzinski, Puerta y Lord 2013). Por este motivo, se desarrollaron diversos niveles de afectación para este trastorno y en esta nueva nomenclatura se volvieron a incluir en su definición trastornos como Asperger por los rasgos que mantenían en común, a pesar de esta gran diversidad de casuísticas que se englobaban dentro de este nuevo término (APA 2013; Gensler 2012).

Por otro lado, los criterios diagnósticos vinculados a las dificultades en las habilidades comunicativas y de interacción social se englobaron de manera conjunta dentro de un mismo bloque. (Ferrara et al 2021). Dentro de este se desarrollaron tres áreas: dificultades en la reciprocidad socioemocional, en los elementos de la comunicación no verbal, así como en el inicio, mantenimiento y comprensión de las interacciones sociales (APA 2013) De manera paralela, en la CIE-11 se incluye esta misma clasificación y nomenclatura para el trastorno y se mantienen las dificultades en las habilidades sociales y comunicativas dentro del mismo bloque que expone el DSM-V (Grosso 2021). Sin embargo, añade, respecto a la CIE-10, una perspectiva donde se tienen en cuenta todas las áreas de la persona y la necesidad de considerar al TEA desde una perspectiva social y no puramente médica, donde las limitaciones de la persona sean consideradas como un problema de la sociedad y no del propio individuo (OMS 1990; 2018).

En definitiva, las perspectivas que aportan tanto el DSM-V como el CIE-11 son las aceptadas actualmente por la comunidad científica para definir el trastorno del espectro autista y las dificultades la competencia social y comunicativa de las personas que lo manifiestan (Daswani et al. 2019; Delgado y Agudelo 2021). No obstante, no se debe olvidar que la investigación acerca del TEA y de sus criterios diagnósticos, incluyendo a aquellos referidos a las dificultades en la competencia sociocomunicativa de las personas que lo manifiestan, no se encuentra actualmente en un momento estático (Nazeer et al. 2019). La ciencia en esta área, al igual que en todas las otras, continúa avanzando, por lo que cada día se están dando a conocer nuevos avances científicos sobre este trastorno.

  1. Consideraciones finales

Como se ha visto a lo largo de este texto, la definición del trastorno del espectro autista ha variado a lo largo de los años desde que fue descrito por primera vez. Su catalogación y su descripción ha variado lo largo de los años, pero todos los teóricos y corrientes que lo han tratado han defendido las dificultades en el área de comunicación e interacción social que presentan las personas con esta condición. Como se ha visto, todos han defendido las dificultades de este grupo poblacional en el inicio, desarrollo y mantenimiento de relaciones sociales, su falta de interés generalizada hacia ellas, así como sus dificultades en las habilidades comunicativas verbales y las no verbales, entre otros aspectos.

 En este ámbito, se está pasando desde una perspectiva puramente médica que ha sido abordada por la mayoría de investigadores donde únicamente se describen las problemáticas del trastorno al avistamiento de una perspectiva de cambio con el CIE-11, donde se propone que se tenga en cuenta a la persona con TEA como un ser humano con unas circunstancias y la sociedad debe ser la encargada de proveerle de aquellos recursos o medios para compensar sus dificultades.

Todas estas aportaciones que se han citado en este artículo han servido para poder conocer en profundidad las dificultades en la competencia sociocomunicativa de este grupo poblacional. Con esto se ha podido para poner encima de la mesa la necesidad de reforzar estas carencias en este colectivo para que puedan llegar a conseguir el máximo grado de autonomía posible en su vida y tareas diarias y, en última instancia, llegar a la máxima inclusión social (Dere 2018). Esto, siguiendo la perspectiva de la CIE-11, será tarea del entorno donde se desarrollan estas personas, por lo que las instituciones públicas y el entorno en el que se desarrolla serán los encargados de proporcionarles aquellos medios necesarios para promover su completa autonomía y participación social.

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